¿En qué medida puede existir intimidación penalmente relevante en contextos de negociación?

El Tribunal Supremo se ha pronunciado el pasado 11 de marzo, en la STS 235/2024, sobre el concepto de intimidación a raíz del conocido “Caso Ausbanc”, afirmando que no todas las presiones que surgen en el seno de las negociaciones alcanzan el nivel de intimidación necesario para configurar un delito de extorsión, tipificado en el artículo 243 del Código Penal.

Según se desprende de la Sentencia, el concepto de intimidación en el ámbito penal no puede reducirse meramente a la generación de un simple temor sobre la pretendida víctima, sino que demanda un análisis contextual y pormenorizado para su concreta interpretación y aplicación normativa.

Como expone esa STS, La jurisprudencia penal, desde tiempos atrás, entiende que “la intimidación consiste en el anuncio de un mal, anuncio que no necesariamente ha de ser explícito, aunque sí ha de resultar inequívoco…” y discernible a partir de las circunstancias circundantes. Respecto de la intimidación no explícita, puede surgir cuando la víctima percibe razones objetivas para sufrir temor, incluso si el autor no tiene una intención real de causar el mal que ha sugerido. Este tipo de intimidación se denomina «intimidación ambiental» y se produce cuando el contexto y las circunstancias generan un temor efectivo en la víctima.

Sentado lo anterior, la citada STS continúa determinando que se deben cumplir con ciertos criterios específicos para que una conducta pueda considerarse intimidatoria en el contexto de un delito de extorsión.

En primer lugar, la propia Sentencia plantea el debate sobre qué se considera un anuncio inequívoco de un mal en el contexto de la intimidación. Se argumenta que, en general, el mal al que se refiere la intimidación no puede consistir en una acción lícita o justa, ejemplificando la situación de aquel arrendador que advierte al inquilino sobre el desahucio por falta de pago de la renta, donde el mal no es considerado como injusto. La intimidación, por consiguiente, debe basarse en “…el anuncio de un mal en sentido jurídico (con exclusión, por lo tanto, del «mal» lícito o justo), pero la conducta resultante “…puede ser lícita como ilícita, siempre y cuando, en el entendimiento más generalizado en la doctrina (…) no se trate de una conducta debida”.

La repetida STS destaca la importancia de distinguir entre conductas que pueden ser inapropiadas o cuestionables, pero que no llegan a constituir intimidación en el sentido penal del término. La Sentencia subraya la necesidad de una interpretación rigurosa de los elementos del delito, garantizando así la protección de los derechos individuales y evitando la aplicación injusta de la ley.

En segundo lugar, debe tenerse en cuenta que dicho anuncio está “…orientado a provocar la realización de una conducta no querida, activa u omisiva, sea esta justa o injusta”. Es decir, el

origen de dicha acción no es por una voluntad de la víctima sino precisamente por voluntad del autor. Por ello, cuando en el ámbito de una negociación el autor expone sus pretensiones para obtener un beneficio (lo que a su vez es un perjuicio/temor para la víctima), y el sujeto decide voluntariamente una de ellas (v. gr. contratar publicidad o recibir críticas basadas en la realidad), ello no puede calificarse como extorsión por haber actuado el sujeto pasivo de forma libre.

En tercer lugar, es necesario evaluar la seriedad y la credibilidad del mal anunciado desde una perspectiva combinada de criterios objetivos (tercero imparcial) y subjetivos (percepción de la víctima). Esto implica que el mal anunciado deberá “superar el canon de objetividad de tal modo que en la percepción más generalizada o de «la persona media» aparezca como identificable y potencialmente capaz de doblegar la voluntad del destinatario del anuncio”. Sin embargo, también se tienen en cuenta circunstancias personales como la percepción del autor sobre la capacidad de infundir temor e influir en la decisión del destinatario, lo cual es crucial para la calificación como delito.

En este sentido la mencionada STS entiende, en el supuesto que resuelve, que el mal anunciado (pleitos con justificación legal y/o críticas periodísticas basadas en la realidad) no es ni serio ni creíble, dado que las pretendidas víctimas son poderosas empresas con grandes departamentos legales y las críticas se verterían en un medio periodístico de escasa repercusión (no se cumple el criterio objetivo); además de que difícilmente dichas poderosas empresas se puede amedrentar por ese mal (tampoco se cumple el criterio subjetivo).

En definitiva, el concepto de intimidación va más allá del mero temor, y el Tribunal Supremo sostiene que, a pesar de que ciertas acciones de negociación puedan ser éticamente cuestionables, no constituyen verdaderos actos de intimidación si no cumplen los tres criterios que hemos apuntado.

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